¿Os acordáis cuando Dumbo se la pilló doblada? “Picos” de surrealismo semanales
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“El arte es una vía para escapar del estado de infelicidad propio del hombre”, Schopenhauer
Ebrios patanes del jurado.
En una encuesta hecha por mi a simple ojo, el 90% de la gente que acudió a la pasada edición de ARCO en Madrid dijo o pensó: “¿qué coño es esto?”. Somos abiertos de mente desde que nacemos, nuestro momento más puro, pero estamos limitados por las circunstancias y educados a ritmo de acotaciones. Por eso cuando vemos una escultura de cuerpo de pez, cabeza de hombre, rociado con queso rallado y un gato de peluche encima, lo primero que pensamos es: “¿qué clase de mierda es esta que encima cuesta cuarenta mil euros?”. La valoración es errónea. ¿Para el autor de la obra tendrá sentido, no? ¿Habrá que confiar en su sentido de la creación desde el alma? Y es más que posible que haya audiencia que se sienta identificado con ello, ¿no? Probablemente hay más de uno que ha tenido traumas infantiles con su gato revolcándose en queso rallado. Oye, ¿quién no está como una regadera hoy en día? Y no es sarcasmo.
Es toda esa masa para los que el arte, la música, no influye en ellos más allá de una simple sensación placentera. Sencillas valoraciones estéticas de “si ahora es más pop o más folk”, mensajes de que “la fiesta de ayer en casa de Mike moló mazo”, sembrar una duda no más profunda que “qué ponerse esta noche”, proyectar emociones de “cuánto quiero a mi novia ahora que escucho Fix You”, sacar recuerdos del “pedo que te pillaste en aquel botellón en la playa”. Esa es la construcción y educación de seres humanos que está haciendo la música comercial (y no tan comercial) a día de hoy, y que lleva machacando décadas con los mesianismos a los ídolos del pop como modelos de objetivos que conseguir en la vida.
Así es como nacen sociedades estúpidas, ahí va la masa encefálica (como decía Indalecio Prieto) que se deja dominar por música descargada de metáfora, participación, comprensión, revelación, belleza, placer espiritual, riesgos…Para ellos la música es simplemente un elemento decorativo y distante que no despierta en ellos más interés que el de un momento de esparcimiento. Como decía Ortega en La Rebelión de las Masas: “el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone donde quiera”.