- por Pedro Moral
Como cualquier otro día Rita Marley fue a la lavandería, pero ese día iba a ser diferente. Ese día conoció a una mujer cuyo apellido también era Marley y cuyo padre se llamaba Norvan Marley. A Rita le sonaba ese nombre, era el padre (fallecido muchos años atrás) de su marido, un joven músico jamaiquino que aún no había despuntado demasiado. Éste, que apenas había explorado en sus orígenes paternos, su lado blanco, decidió visitar a la familia de su padre. Pero fue rechazado. La siguiente canción que compuso fue Cornerstone.
Stone that the builder refuse /Will always be the head cornerstone.
Esta piedra rechazada se llamaba Bob Marley. El único Marley del planeta. El músico comprometido, el estandarte de una cultura y de una forma de entender la música, tan amante de la marihuana como del fútbol, el hombre que pobló la tierra con el apellido Marley (once hijos de siete relaciones distintas), el león, el genio que propagó eso de One Love/ One Heart.
Chac Chac
El reggae tiene su origen en una ilusión. Un riff de guitarra inacabado que por un problema técnico no deja de repetirse, “chaca, chaca, cacha”. La columna vertebral de una música que gracias a un tipo llamado Robert Nesta Marley Booker transportó el movimiento rastafari a todos los rincones del planeta. Bunny Wailer, el excéntrico amigo y compañero de Marley en The Wailers, lo intenta explicar: “Dos movimientos que preceden a un tercero que no existe. Son como los latidos del corazón. Chaca, Bum… y luego el tercer golpe, el imaginario.” Ese último sonido inexistente es el reggae.
El documental que Kevin Macdonald, el director de El Rey de Escocia, ha construido alrededor de este mulato con alma de león es sencillo, montado de forma cronológica, incluso un tanto académico, pero tan épico que es complicado esquivar la idea de estar ante el mejor documento audiovisual que se haya hecho y se haga sobre la figura de Bob Marley.
Nine Mile. Allí nació el hombre que puso a Jamaica en el mapa. Macdonald no tiene prisa y dedica gran parte del metraje a los orígenes de Bob Marley. Uno de sus primos, un jamaiquino excéntrico y terriblemente gracioso habla de instrumentos, de una forma de vida, de la madre y del padre del músico. Imposible no detenerse en la figura paterna, un blanco de ascendencia inglesa, vicioso y mujeriego que apenas conoció a su hijo y que murió cuando este tenía diez años. El documental prosigue su curso retratando a un Marley que tuvo que soportar desprecios por parte de los negros debido a su color de piel, aunque él siempre se identificó más con su parte negra, un Marley que focalizó todas sus energías en la música, un Marley que a pesar de su individualidad como artista supo que necesitaba un grupo detrás para poder triunfar -ahí nació The Wailers-, un Marley que cuando llega a Kingston queda atrapado por el renovado movimiento rastafari.
Su fe mesiánica hacia Haile Selassie I –algo así como la tercera reencarnación de Dios para los rastafari- cambió su concepción del mundo. Otro mesías, este llamado Lee Perry, fue el encargado de revolucionar la música de The Wailers. Excéntrico y genial, Perry llegaba al estudio con media botella de ron y la echaba por las paredes. Entonces empezaba a trabajar. De sus manos nacieron Soul Rebel o 400 Years.
Rastaman
The Wailers pisaron Londres –ya eran conocidos en Jamaica- pero pasaron desapercibidos. Bob tuvo que visitar Islands Records, el único sello que se interesaba por la música Jamaicana. Entonces llegó el ascenso. Un primer disco, Catch a Fire, que tardó en consolidarse, giras por Inglaterra y Estados Unidos –promocionales, ellos no cobraban- pero eso no importaba, Marley se había propuesto triunfar. Después llegó Burnin, con canciones memorables como Get Up, Stand Up, Natty Dread con la canción que terminó de consagrarle, No Woman No Cry y así hasta llegar a 1976.
Macdonald convierte este año en uno de los puntos más interesantes del documental. Marley vivía en una mansión en Kingston con su esposa y con todas sus otras mujeres, muchas, demasiadas para lo que Haile Selassie I aconsejaba. En el documental todas ellas incluida su mujer hablan de manera dulce, quizá nubladas por el magnético recuerdo de este ser excepcional. Las sombras solo se dejan entrever en los testimonios de su hija mayor, la única que de manera sutil retrata la imperfección del genio.
Fue en ese año en 1976 cuando días antes de un concierto gratuito con el que Marley pretendía a promover la paz y la reconciliación nacional –tras su independencia Jamaica vivía un estado de violencia por culpa de los dos partidos políticos tradicionales-, le dispararon. El concierto siguió adelante y Marley dio un espectacular recital delante de 80.000 personas, después el músico se exilió en Londres.
Allí grabó Exodus, uno de sus mejores álbumes.
La vuelta a Jamaica, dos años después, fue apoteósica. El director consigue mostrar ese concierto sin adornos, a carne viva. En el One Love Peace Concert Marley se mostro eléctrico, bailando como siempre pero esta vez parecía enajenado. Bendita locura. El músico consiguió que el Primer Ministro Michael Manley y el líder de la oposición Edward Seaga se diesen la mano en el escenario. Fueron uno.
Cuando el músico no interioriza los problemas de su alrededor ni se desgarra por dentro en cada verso con la intención de cambiar algo es menos músico.
Un año antes de ese concierto a Marley le apareció un melanoma en el dedo del pie. Para salvarse, la pierna debía ser amputada. Por supuesto no hizo caso. Le gustaba demasiado el fútbol, y bailar era muy importante, así que siguió el consejo más le convino y apenas se quito un trozo de dedo. Evidentemente mientras Marley se terminaba de convertir en leyenda y conseguía por fin el reconocimiento de la raza negra, el cáncer se fue extendiendo por todo su cuerpo.
Cuando el documental termina la sensación es de pérdida y nostalgia. Uno espera que vuelvan a surgir ese tipo de músicos que revolucionan las mentes y que proponen alternativas a una sociedad que cada vez apesta más. Antes de salir a la realidad ésta con la que nos machacan cada día uno prefiere quedarse en la sala de cine saboreando el olor a hierba que ha dejado detrás este ambicioso, profundo, absorbente e imprescindible ejercicio audiovisual.