- DOMINO
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8,8
- por Carlos Naval
El folk. Esa música que llama a la soledad del espíritu. De la expresión más sincera del ego, perdido en un universo y confuso que clama por la autenticidad. Es el rallo de luz solitario que alumbra la llama de la esperanza que necesitan muchos para levantarse cada mañana. Es la única vía para muchos que necesitan dar salida a su propia libertad, que conduce el coche todos los días hacia ningún lugar. Es la raíz que ha unido al ser humano desde su nacimiento con el sentido de la existencia. Lástima que algunos intenten prostituir esa bella flor con himnos revienta estadios, con falsa épica prefabricada. Pero quedan luces naturales en torno al folk, que parecen venidas de otros tiempos más brillantes y que es un placer disfrutar en estos días.
El irlandés Connor O’Brien comparte este tipo de sensibilidad especial con las montañas, los bosques y los páramos desérticos que respiran cantos antiguos. Aunque sólo fue a partir de una dura resaca cuando se dio cuenta de que haber hecho cualquier otra cosa que no fuera Villagers habría sido una pérdida de tiempo. Lo cual seguramente es tan cierto ahora como en 2008. Así, se encargó de componer cada uno de los temas de Becoming a Jackal en 2010, nominado a los Mercury Prize, con una melancolía tan apabullante como reveladora. Ahora vuelve en el año 1 después del apocalipsis con {Awayland}, con un folk más minucioso, con un espectro que bebe tanto de la electrónica minimalista como de las estructuras y sonoridades experimentales de Grizzly Bear. Valiente del principio al final y con una creatividad apabullante.
Si hay otro tipo de respetables representantes del género más tradicional como Langhorne Slim o The Tallest Man On Earth, no creo que renieguen de una personalidad tan magnética e inspiradora como la de O’Brien, que pretende arrebatar el trono del folk de nuevo cuño a los nombres de siempre. Y lo hace con el buen gusto de alguien al que le gustan las camisas a cuadros a lo Wilco y la producción más clara que pueda existir. Así, arranca el álbum con unos coros que recuerdan a los inolvidables Fleet Foxes, pero con una mirada mucho más intimista. Y es que el irlandés no tiene miedo de tomar la mano de su público y llevarle hasta el paraíso con arpegios tan sencillos en una guitarra acústica que pueden erizar el pelo de todo el cuerpo como la primera vez. Más retrospectivo, Earthly Pleasure lanza el álbum hacia la luna con un ritmo que comienza a zarandear los pilares que mantienen en pie Venecia. Aquí comienza lo bueno. Lo bueno de verdad.
Costaría horas hablar de un disco que tiene más momentos mágicos que minutos. Sobran motivos para decir algo así. Grateful Song muestra su versión más progresiva, sin que haya ni una duda, ni un desliz, en medio de la sencillez más exquisita, de la misma forma que pasa con la más épica Judgement Call. En The Bell y la majestuosa Nothing Arrived, que sin duda quedará para el recuerdo colectivo, el cantante agarra el micrófono y deja ver que todavía queda mucho del pasado cantautor que deslumbró a los premios británicos más prestigiosos con su disco debut. Y para introspección la de Awayland, realmente deliciosa.
Pero todo es poco si se compara con lo mejor. Eso es The Waves, donde reside la verdadera originalidad de O’Brien, del que siempre se ha esperado la gran sorpresa. Allí está. Sin esconderse, como el single que repta desde los ritmos minimalistas hasta que la lanzadera espacial sale disparada hacia lo más negro del universo entre una mezcla de ruido, ecos del pasado, teclados desgarradores… Estremecedora como si fuera una novela de misterio, embauca segundo a segundo como una boa constrictora hambrienta… No son las marcianadas del idolatrado Sufjan Stevens en su Age of Adz. Tiene mucho más de discazos como Michigan, lo que convierte a Villagers en una de las mejores razones para tener esperanza en la música folk del año 2013 y los venideros. Así de maravillosa es la música del joven Connor O’Brien.
- Y a ti, ¿qué te parece el segundo disco de Villagers?