El teatro tiene un embrujo que continúa acechándome y por el que me dejo llevar en cada ocasión. La luz que oculta en su manto al mundo y al sentido común de la lógica enemiga de aquella dimensión desconocida que florece, vive y respira sobre las tablas del escenario. Pero ayer aquel titán que esconde en sus entrañas el bastión de la cultura cambió los diálogos, los actos y el atrezzo por violines, guitarras y amplificadores. Hacía frío, pero en su lumbre encontramos calor.
El público se agolpa como hormigas en una marabunta a las puertas del Teatro Lara. En su interior, aguardan Cass McCombs, acompañado de un desconocido virtuoso que sacudió los remanentes del frío exterior, Frank Fairfield. Un foco solitario señalada al hombre y su violín, encabezando un fondo de eléctrica modernidad que resulta chocante ante su espectáculo. Como un viajero del tiempo, la sala se transforma en la máquina con la que viajamos y reaccionamos ante los amplificadores y micrófonos con el recelo que sentiría uno de esos vaqueros californianos que campan a través de las letras de Fairfield.
Frank Fairfield
El folk y el country que destila a través de violín, banjo y guitarra no podría ser más auténtico, como una antigua reliquia desenterrada del marchito banco de un río en Arizona. Ya sea en el acérrimo country de ‘Those Brown Eyes’ o el arranque bien interpretado del español de ‘Las Isabeles’, a cada pasaje musical le acompaña una historia, transformando su personaje en un trobador más allá de los límites conceptuales del músico. Si mis ojos se cerraban lentamente antes de comenzar la actuación, ahora brillaban al dejarse llevar por el flujo de cambiantes tempos de libertad creativa con la que desbordó el multiinstrumentista.
Llegó el momento, sacó su reloj de bolsillo, interpretó su última joya y desapareció con todos sus instrumentos bajo el brazo. El público se levantaba de sus butacas, yo hablaba con amigos a los que no recordaba y, cuando parecía que el tiempo se extendía más de lo que él mismo pretendía, aparecía la banda de Cass McCombs.
Cass McCombs
Los minutos se alargaban más de lo que el intelecto podría razonar, los primeros compases de un espectáculo que tornaba la expectación en conformidad. Muchas veces siento que voy al contrario de la mayoría y aquí pude comprenderlo mejor cuando el reparto de aplausos entre telonero y actuación principal se repartía opuestamente. Si el público alababa a los de California, yo no supe mantener el mismo interés en el cuarteto que con su predecesor. Sentí más fuerza en las melodías del violín y el ritmo de un pie contra el suelo que una banda al completo. Con excepciones, por supuesto.
La montaña rusa de su actuación nos llevó de pasajes extendidos de parsimonia templada -en ocasiones demasiado fría- a riffs trepidantes que desembocaban en magistrales solos; lo malo es que estas mágicas ocasiones fueron hitos determinados, no la línea general. Su batería trataba de suplir esta falta de nervio, reflejando un claro contraste entre su intensidad y la del resto de la banda. Y por esos momentos apasionados, donde dejan brillar su técnica e inventiva, resulta más decepcionante la limitación a las que se someten en el resto de sus temas.
Cuando regresaron tras la obligada pausa, pensé que no aguantaría. Volvieron y logré mantener mi compostura y aguanté un concierto que, aunque no dudé en mi percepción del momento, siento un nudo que me obliga a pensar que se podría haber disfrutado más.
Pobre sordo. Con las tonterías que escribes no me extraña que a tu grupo no lo conozca ni Dios.
Y por cierto, para mi gusto el telonero fue un auténtico truño. Nada que ver con la maestría de Cass y los suyos, pero entiendo que esta música no es miel para la boca de los burros.