Varias marionetas de dos metros suben al escenario manejadas por titiriteros vestidos completamente de negro. El shamisen (un músico) colma el proscenio de notas mientras un narrador habla por cada una de las marionetas, añade comentarios que enmarcan el mensaje de la historia y además ofrece información sobre los personajes arquetípicos del género que en ese momento se está representando. Esto es Bunraku, un ancestral espectáculo de marionetas japonés de unos 400 años de antigüedad.
En 1998 Guy Moshe quedó fascinado por el teatro Bunraku; 14 años después, su empeño por traducir esta técnica teatral al cine ha culminado. La película recibe el nombre de la representación japonesa, sin embargo poco tiene que ver en cuanto a forma y fondo.
La apuesta de Moshe es arriesgada, a pesar de la simpleza del argumento. El mundo que se inventa el director se presenta ante los ojos del espectador como un libro desplegable. La paleta de colores es inmensa y los escenarios están construidos de tal forma que el espectador puede sentir el tacto del cartón y del plástico. Las escenas se suceden como los diferentes niveles de un videojuego y la narración tiene más en común con el cómic (escena de animación incluida) que con el teatro Bunraku.
Los riesgos en el cine pueden provocar una revolución o la risa floja y el posterior olvido. En este caso Moshe se puede contentar con que su criatura pase desapercibida por las salas y se olvide pronto, de lo contrario su futuro como director peligra irremediablemente.
Detrás de toda esa estética imposible hay un argumento tan típico que la tensión se desvanece al primer minuto de película. Una historia de héroes que luchan por la justicia en un hipotético futuro sin armas gobernado por un maligno leñador llamado Nicolai. Todos sabemos cuál será el devenir de Nicolai (un ridículo Ron Perlman con rastas), pero lo previsible de la propuesta no es el mayor problema. El despropósito número uno de Bunraku son sus inflados diálogos pseudofilosóficos que se hacen largos y pesados. Aunque la acción tampoco es gran cosa –las coreografías de los combates son ridículas- es preferible a tanta chachara inservible.
Este filme, que mezcla lo peor del spaghetti western con el cine de samurais, está protagonizado por un elenco de estrellas con el que cualquier autor se atragantaría. Josh Hartnett es el protagonista, un vaquero sin pistola con deseo de venganza y una mirada impostada. Demi Moore es la dama en apuros (algo trasnochada) de la película. Hasta el gran Woody Harrelson como camarero está irrisorio. La única actuación que merece la pena es la de Kevin McKidd, el yonki al que le gustaba grabar los momentos íntimos con su novia en Trainspotting tiene aquí un papel igual de malo que los demás pero al contrario que ellos consigue transmitir algo de carisma.
Sólo hay algo por lo que realmente merece la pena ver la película, y son esos maravillosos títulos de créditos que sí que recogen el espíritu del teatro Bunraku. Un pequeño cortometraje de animación con luces y sombras anguladas que conforman una pieza de cinco minutos imaginativa y profunda. Salvo este suculento comienzo nada perdura, Jordi Mollá se lo debía oler y por eso sólo aparece en el filme 5 minutos.
por Pedro Moral