- ★★★★☆
- por Pedro Moral
- Visionamos, en twitter
Lo que más me gusta del buen cine independiente, ese que se hace sustituyendo los dólares por quilates de talento, no es otra cosa que la vida que se respira en cada uno de sus fotogramas. Me acerqué a Dragonslayer* ansioso por descubrir una obra maestra que todavía estaba intentando salir del cascarón. Esa sensación de poder saborear la excelencia de una película pequeña antes que nadie alimenta el ego y es adictiva. 74 minutos después de darle al play debo admitir un pequeño fracaso. El regocijo interior no fue el que me esperaba porque la película de Tristan Patterson no es esa joyita que aparentaba ser.
Pero cuidado, cuando hablamos de expectativas el tono se puede confundir. Dragonslayer es un documental grandioso, una película que se saborea de principio a fin con una banda sonora que derretirá los tímpanos de más de uno: Best Coast, Bipolar Bear, Jacuzzi Boys, Little Girls y Thee Oh Sees.
«Hay cantidad de piscinas vacías y un puñado de jodidas casas abandonadas. Por eso estoy aquí. Estoy aquí para patinar. Pero además de patinar, quiero fumar hierba, ir a ver cataratas, ver los cañones de las montañas, quiero ir a pescar, quiero ir en canoa, quiero ir a explorar en el bosque…Aunque aquí no hay bosque, algo encontraremos».
Las vivencias de ese skater de 23 años llamado Josh “Skreech” Sandoval que ya se encuentra en el ocaso de su propia leyenda son sobrecogedoras. Ser padre es duro para un tipo como Sandoval, que representa a una generación perdida, una generación de California que se mueve entre piscinas vacías, drogas y amor existencial. El sol extenuante enmarca el retrato de un progenitor ausente que al menos se lava las manos para tocar a su hijo. No es un drama y tampoco es comedia. Es una película viva.
La salvación de Sandoval se vende fácil en un final conformista y amargo. Pero la fuerza de este filme a lo Gus van Sant (por su muy disimulada y cuidada estética) reside en su comienzo. Cuando Tristan Patterson muestra la grandeza y la flaqueza de su antihéroe en una secuencia brillante y escatológica. Hacía tiempo que no veía a nadie vomitar de manera tan creíble delante de una cámara.
Una joven de labios muy rojos y gafas de sol muy grandes es el punto de inflexión en la vida del despeinado protagonista. Amor obsesivo, casi adolescente y tremendamente indie. (Si el amor puede o no ser indie es algo que no me compete a mí delimitarlo, pero me hace gracia flagelar el concepto un poquito más). El romance enfría la vida de este skate cuyas experiencias empezaban a tener demasiado que ver con los personajes de Trainspotting. La noche de alcohol que nos regala Josh “Skreech” Sandoval es una forma maravillosa y cruel de representar un empacho de whisky.
Exit through the gift shop proponía a través del grafiti una reflexión sobre el valor real del arte y sobre la hipocresía que rodea un universo pretencioso y vacuo. En Dragonslayer el skate es una excusa para profundizar en una adolescencia salvaje que culmina con el duro golpe que supone la llegada de la madurez. Sin embargo, la ambigüedad y las constantes contradicciones que hacen del falso documental de Banksy una obra insólita son insuperables por el enunciado naíf de Patterson. Dragonslayer no consigue llegar al diez, pero casi.