EL ELEFANTE ESTÁ BORRACHO | por Dani García
¿Os acordáis cuando Dumbo se la pilló doblada? ”Picos” de surrealismo semanales
Hará un año que vi un elefante rosa en Bleecker St, llamó a tres amigos elefantes rosas más y empezaron a salir elefantes rosas de una flor tocando la trompeta, cantando y bailando. A través de sus hipnotizantes danzas y melodías quise entender que era momento de dejar Nueva York e irme a San Francisco. “Home Is Where Your Heart Is”
Plástico. La ciudad ha perdido su camino, no tiene personalidad. Pasaron los ’60 con el epicentro de la revolución en Greenwich Village, aquellos poetas folk que tocaban en pequeños clubs como el ‘Bitter End’ o el ‘Café Au Go Go’, vimos los ’70 en aquellos encuadres de Woody Allen que rezumaban jazz (hoy ni siquiera NYC es su escenario), incluso la contaminante criminalidad que había en la ciudad en los ’80 era un signo de personalidad. ¿En qué momento empezó Nueva York a desalmarse? Plástico.
La urbe con más cultura de todo el globo está enferma (no moribunda). Cultura a raudales, sí, pero superficial, no penetra, el desgaste es visible solo para aquellos ojos no vendados por la industria cultural. El arte al que se llama independiente lleva tiempo trabajando por la noche de acompañante de lujo del comercialismo para quedar bien con los amigos modernos. Plástico. Prototipos de moda (Urban Outfitters y American Apparel como la nueva cocaína) en una generación entera, arte de silicona anémica de pasión impulsada como indie (en el momento que es “impulsada” dejar de ser independiente y transgresora), música que ya nace muerta, “no revolotea en el estómago”, me contaba hace unos días David Tattersall. Plástico. ¿En qué momento Nueva York se convirtió en Gotham? Cuando perdió el sentido de la revolución.
Las revoluciones culturales quedaron sofocadas. La última fue en los ’80 (el rap) comentaba con Julio de la Rosa hace poco; treinta años sin levantamientos culturales suponen el triunfo absoluto de la industria cultural. Plástico. Si no hay revolución, no hay espíritu. El latente ejemplo es la música: ¿cómo interpretar el chorrón de bandas de Williamsburg? Llamarlo revolución (o evolución) de la música a esta escena es cargarnos encima de la historia de la música. ¿Sabemos acaso lo que es revolución? “Ojala supiera hacer revolución”, me contaba Julio. Es imposible concebir como escena musical a un barrio que fue relanzado hace más de una década por inversiones de dólares inmobiliarios para reactivar la zona. Plástico. Las escenas musicales nacen de las revoluciones salidas de la propia esencia del ser humano (véase Camden en los ’70 y el Village en los ’60), no de movimientos de capitales preconcebidos.
Crónica de una muerte anunciada. “El rock ha muerto”, lo decía Lester Bangs en Casi Famosos; negarse a ello es como el empeño que tiene Jared Leto en ser un glam cutre con su banda 30 Seconds To Mars (y con lo buen actor que es). Si el rock es la música, y lo es, ¿de qué trata el rock?, “de lo auténtico, de gente auténtica”. A-U-T-E-N-T-I-C-O, gracias Cameron Crowe por esa pieza fílmica, bucear en ella es revivir los verdaderos conceptos de la música y la revolución.
“Los Romanos de la decadencia”, una obra de 1847 del pintor francés Thomas Couture en la que se expresa un mensaje moral. Individuos bebiendo, bailando, tristes exhaustos, melancólicos…no solo representaba Couture a los romanos sino a la sociedad francesa de la época.
Gotham está desgastada, ojo, no ha perdido su esencia, sigue sintiéndose como maravillosa. Bucear en el metro en las miradas perdidas (las que no están hipnotizadas en el iPhone), el universo de pensamientos de anónimos de tanta heterogeneidad cultural y personalidad. La actitud libertaria de una ciudad en la que puedes hacer lo que te salga de los huevos sin preocuparte de lo que piensa el de al lado, porque habrá otro que sobrepasará esa línea que siempre es infinita, los abultados paseos por el Village, el deprimente chirimiri, la cara positiva de la ciudad individualista por excelencia en la que las nuevas generaciones están vacunadas con la comodidad de conciencia y a las que se les han guillotinado el sentido de la revolución.
Así, me voy al oeste con la esperanza decimonónica del oro, puedo encontrarlo, quedarme en medio con el premio de Silver City o, simplemente acabar recogiendo naranjas en los campos de California. ¿Acaso importa? Hablando con un neoyorquino esta mañana en un restaurante me decía sobre mi partida: “los neoyorquinos son así (con las manos apuntando recto), en el oeste te dicen ‘hey tío, que día más bonito hace’ aunque esté lloviendo”. No sé hacer revolución, estoy demasiado polucionado como tantos otros, pero sí que se que lo que no es revolución. Nueva York no lo es, ahora es plástico.