Joaquin Phoenix se masturba mirando al mar con la loca fuerza del que quiere destrozar su pene mientras un duro viento mezcla de sal, humedad y metralla golpea un labio partido que ya es una seña de identidad del cine que quiere algo más que billetes y sonrisas perfectas. El Pacífico en la Segunda Guerra Mundial es un hervidero de palmeras y japoneses suicidas que transforma al hombre débil en loco y al loco en un arma de doble filo. Vasos de gasolina, peleas y penetraciones a musas de arena forjan un personaje peligroso, un hombre decidido a enfrentarse al mundo por una vocación tan antigua como la de hacer el mal.
Todo tiene una explicación. El final de esa guerra produce a los primeros estafadores con colonia, sectas que buscan el enriquecimiento rápido en un mal entendimiento del manual de la tierra de las oportunidades, donde mafias nacen en torno a una creencia cambiante según el color del dinero. Philip Seymour Hoffman encantando a unas serpientes débiles, idiotizadas por una desubicación aristócrata creciente y dispuestas a creer cualquier cosa que logre unir dos frases.
La guerra trasformó a Estados Unidos en el centro de un mundo que hoy no admitimos perder. Es ahí, en la paz, donde un Phoenix maldito, espléndido, torcido y sin más futuro que una tumba se mueve hasta encontrar a un maestro, una pieza encajada a la fuerza en un rompecabezas hecho a puñetazos. Viajes donde la trama se pierde en busca intentar entender a dos personajes que tienen tanto en común que parecen completamente distintos.
¿Cómo lograr llevar ese viaje obsesivo y enfermo al terreno de lo sonoro? Si hay algo que tenía claro el director Paul Thomas Anderson antes de iniciar The Master era que en ella estarían Seymour Hoffman y Jonny Greenwood.
Anderson volvía a atreverse con personajes entre inadaptados y siniestros, a intentar justificar su maldad o indiferencia ante el igual, trastornados por una obsesión o por ninguna, el sueño americano llevado a la realidad. Tal vez entre ellos se encuentre el pene cocainómano de Mark Wahlberg encarnado en Dirk Diggler en Boogie Nights, sin embargo fue con Daniel Day Lewis en 2007 con el que abrió el camino. There Will Be Blood –o Pozos de ambición según el hombre que se dedica a cambiar los nombres de las películas en nuestro país- llevaba al límite de la carretera de la locura a uno de los actores más grandes de nuestro tiempo en una carretera en la que la música debía correr a cargo de alguien que fuera capaz de seguir esa misma vía. Greenwood, pieza clave de Radiohead, se puso a trabajar en la obra que le diera a conocer como algo más que la sombra que rodea a Thom Yorke. Y así fue. Ampliamente aplaudida, su música nos traslada a espacios sonoros en el silencio, cuerdas afiladas como sables que degeneran al mismo tiempo que los tiempos bajo un oscurantismo atroz.
Greenwood tenía que volverlo a hacer y no se encontraba ante rostros más sencillos. Si hay alguien que esté a la altura de Day Lewis ese es el loco de Phoenix. De vivir entre misioneros a subir las colinas de Hollywood, de observar a su hermano River obtener sus primeros triunfos con la fijación que un hermano pequeño mira al mayor a agarrarle en la muerte mientras se marchaba aquella noche en el Viper Room. La vida de Joaquin Phoenix siempre ha estado en esa delgada línea que separa el mundo establecido de la locura más paneriana, entre la promesa del cine y el autoabandono más profundo que tuvo un nuevo capítulo en I’m Still Here. El sueño por ser una nueva estrella del hip hop, el sobrepeso, las peleas, la barba, las wayfarer ahumadas, el chicle en la mesa de David Letterman, todo bajo la lente de Casey Affleck. A menudo el ingenio se confunde con la locura.
Hay dos formas de formular una banda sonora; la de atrapar canciones que vistan momentos y los conviertan en una misma cosa o la de agarrar imágenes, estrujarlas y darles sonido desde cero. La música aquí sigue un hilo evolutivo al de There Will Be Blood. Porque The Master no es más que los mismos personajes tiempo después, una nueva generación de norteamericanos que buscan lo mismo bajo el mismo final pero con una sociedad distinta. La orquestación en esta banda sonora sigue presente, contemporánea, extraña, experimental. Aquí sólo hay dos voces que diferencian a la de los actores. Tres tonos profundos, sentimentales, icónicos, tristes. Una es Ella Fitzgerald, la primera, la voz más fría de todo Estados Unidos, la que está por encima de cualquier categoría, como dijo Duke Ellington aparece con Get Thee Behind Me Satan y la lucha atractiva y rendida hacia el mal como Philip Seymour Hoffman se siente atraído bajo Lancaster Dodd a ese Belcebú de extraño caminar que es Freddie Quell. La no menos grandiosa Jo Stafford cae bajo una voz limpia y clara en No Other Love mientras que Helen Forrest está presente con Changing Partners,
La música de Jonny Greewood para The Matser no es otra cosa que un viaje ciego a la película, un actor principal que de no estar ahí destrozaría la imagen, una unión a puñetazos, como ese bromance –palabra urbana estadounidense que describe la relación sin sexo entre dos hombres- que existe entre Phoenix y Seymour Hoffman, que no es más que la exteriorización de una relación entre música e imagen que Anderson y Greenwood han vuelto a llevar a las cotas más altas de las bandas sonoras que buscan cumplir un objetivo.
- Y a ti, ¿qué te parece The Master de Johnny Greenwood?