Ponerle nota a un álbum es ese pequeño suicidio al que tiene que exponerse cada poco tiempo el crítico musical. Una partida de ruleta rusa con el cargador lleno de balas de la que ni el Christopher Walken de Vietnam saldría vivo. En la música como en la política, la razón la tiene quien más se acerca hacia lo que uno piensa. Ya no hay espacio para la reflexión ni el propio análisis, las ideas se venden caras hacia un pensamiento unitario.
A finales del año pasado, Pixies publicaron su EP de regreso, ese primer fascímil que nos acabó dando un ‘Indie Cindy’ (Autoeditado, 2014) como antes se daban las novelas por folletines. El ‘EP1’ (Autoeditado, 2013) tuvo un 1 sobre 10 en Pitchfork. Quizá no podía verse peor nota desde aquel primate que dedicaron a Jet, algo más ofensivo.
A Joey Santiago, guitarrista de la banda, le sentó tan bien la nota como a un vino caro la gaseosa. Acusa al medio de buscar publicidad, al crítico de idiota y compara a su EP con el Picasso que se pasó al cubismo. El Pixies afirma con rotundidad que lo suyo es crear algo mientras que lo de Pitchfork no es otra cosa que destruir. Es cierto que la puntuación del crítico tenía ese punto de iconoclasta forzado y, como decía Santiago, algo bueno debía tener el EP. Sí, pero la guerra declarada entre ambos bandos no hace otra cosa que convertirse en nuevo grito de auxilio, ese punto llamativo de reclamo para un mundo en el que ya no se hacen malos álbumes. [quote_right] Lee también: Los pecados del periodista musical[/quote_right]
Es así que cada vez nos enfrentamos a una sociedad cultural a la que todo lo creado le parece brillante. Cada álbum que llega a los oídos del crítico roza la obra maestra; el 8 nos parece poca cosa y es así como la propia nota pierde valor y el 7 no es otra cosa que un 3. Eso sí es destrucción. El valor numérico denostado y el futuro escolar repitiendo curso con un mediocre 8,5 en su nota media.
El crítico es el enemigo del artista. Abre en canal su obra y pincha en sus entrañas. Se debe a un lector que no tiene tiempo para mirar el catálogo y debe confiar sus minutos al análisis que le llega al otro lado de la pantalla. Un lector, regido por los tiempos, debe consumir 10 álbumes a la semana para no perderse un par de álbumes que van para leyenda. Leyenda que los meses borran y transforma en un ridículo del que todos somos víctimas.