«Había que dejar este estilo de vida. No se podía aguantar. ¿Cuántos habían muerto ya? Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Otis Redding…». Uno de los miembros de The Band se despedía con estas palabras de los escenarios en el documental de Martin Scorsese: The Last Waltz. Eran tiempos en los que un grupo como The Band reconocían que habían tenido que robar salchichón para comer durante sus inicios. Eran tiempos en los que los efectos de las drogas sobre una generación de genios de la música empezaban a asustar a todo el mundo. La música estaba de luto constantemente, pero hasta entonces había experimentado un bello y psicodélico viaje por el Wild Side. Sin embargo, entonces nadie sabía nada del ácido que se tomaban The Beatles para componer I am the Walrus, o a nadie le interesaba. En la actualidad, el secreto a voces de las drogas es el titular de todos los días, cuando se filtra que a Frank Ocean le han pillado por ir a demasiada velocidad con su coche y con marihuana en el bolsillo, cuando nos cuentan que a Billie Joe Armstrong de Green Day lo meten a rehabilitación.
No nos engañemos. La imagen del rockero mujeriego y drogadicto que vivía al límite yace en su lecho de muerte desde hace décadas. Los músicos ahora son esa elite profesional comparable a la de los atletas olímpicos en la que un desliz puede suponer que Justin Bieber vomite sobre un escenario o que Alex Capranos de Franz Ferdinand tenga que cantar afónico en el Primavera Sound. Entonces, ¿qué ha pasado con esos chicos malos que podían incendiar una guitarra en vivo y en directo, o que subían al escenario puestos de ácido hasta las cejas? ¿Lo único que ha quedado es una inofensiva bolsita de maría en el pantalón de un cantautor de rap pop? Bueno, siempre nos quedará grabada a algunos la imagen de Cole Alexander de Black Lips tocando la guitarra con la polla en la India, o los directos caóticos de la difunta Amy Winehouse. Esto es autenticidad a prueba de bombas, y para disgusto de los que sólo saben de estrategias comerciales rentables.
La actitud indolente ha quedado relegada a los rockeros que siempre han estado allí, y que más que nunca parecen un circo ambulante al que la gente va, no por un asunto musical, sino melacólico-drogadicto-festivo. Y el cambio existe, de momento, por varias razones: una por la absurda teoría de que el ser humano aprende de sus errores para no repetirlos en el futuro y otra porque dentro de cinco años o unos pocos más volverán las oscuras golondrinas del lsd como las modas retro que acechan a la vuelta de la esquina con forma de bolso años cincuenta. Ya lo decía Azorín: Vivir es ver volver. Además, el siglo XXI, por mucho que cueste a los melómanos de libro físico y vinilo de 180 gramos, se escribe en gran parte con teclados, portátiles y cajas de ritmos, donde los únicos que se drogan son el público para aguantar sesiones de techno de 8 horas con un sonido de bombo que haría tiritar de frío a los pelos de la nariz. Aunque estudiar este caso sería jurisdicción de alguien como Antonio Ecohotado, autor de la Historia General de las Drogas.
Lo único que puede alterar a un público capaz de contrastar todo en cuestión de segundos son los comentarios hitlerianófilos de gente como John Galliano o Lars von Trier, por lo preocupante de estas afirmaciones tan poco consideradas y lo inusual en gente que sirve de ejemplo a tantos otros colegas de profesión. Otro ejemplo son las portadas desagradables made in Death Grips con penes en carne viva para dar imagen a No Love Deep Web. Estaría de más que un artista como Christopher Francis Ocean comentase en la presentación de su disco Channel Orange que lo ha compuesto bajo los efectos de las drogas. Ya se sobreentiende.