«Yo no tengo esperanzas de futuro y sólo espero tener suficientes botas para cambiarme». Esta frase la pronunció un joven Robert Zimmerman allá por 1965. Fue el año del cambio para el mundo, cuando en Newport Folk Festival Bob Dylan se armó de una strato y dejó la canción protesta para los que no se daban cuenta de que formaban parte de un mundo repugnante contra el que había que rebelarse cuanto antes. De aquel entonces a los nuevos representantes del folk internacional hay un paso. Un gigantesco paso. Especialmente cuando echamos un vistazo a la última gala de los premios Grammy, donde unos tímidos Mumford and Sons se hicieron con el codiciado galardón de disco del año.
La respuesta de algunos folkies no fue muy calurosa. Especialmente la del jovencísimo e impresionante Jake Bugg, mejor artista joven de 2012 para Hablatumúsica, que declaró que le parecían unos granjeros pijos con banjo. A estas desafortunadas pero sinceras apreciaciones, y a otras muchas menos respetuosas, respondieron Stereogum en su página «En defensa de Mumford and Sons». Allí hablan de Led Zeppelin, un grupo ampliamente despreciado por los medios de comunicación musicales cuando comenzaba, y que sin embargo ha conseguido pasar a la historia. Por el contrario, el alegato no señala que en este caso mucho tiene que ver la crítica con el encumbramiento de Mumford and Sons, tanto por parte de los medios como de los jurados de varios premios.
Por un lado, se entienden las críticas a un grupo que se hace llamar de folk y que sólo tiene del género los instrumentos, la puesta en escena y los disfraces de músicos de principios de siglo XX. Su épica apela a otros sentimientos que poco tienen que ver con la crudeza de la que se armaban y se arman sus más respetados predecesores y contemporáneos. En un ghetto tan excluyente como el del folk, eso por necesidad está llamando a las puertas del odio de los fieles a las guitarras de personajes eternos como Pete Seeger, Woody Guthrie, Bob Dylan, Joan Baez o incluso grupos como Fairport Convention. Desde entonces, cada grupo que se ha ganado el reconocimiento en el folk ha tenido que sudar hasta la última gota, reivindicando por encima de todo la autenticidad, la sinceridad y sencillez de la que carecen los himnos sensibleros de Mumford.
En su defensa diré que yo también me emocioné al escuchar The Cave en el FIB Heineken de 2011. Es difícil no hacerlo con un estribillo tan pegadizo, una melodía que apela a la épica desde el primer rasgueo de guitarra y en medio una muchedumbre enloquecida. Pero un aficionado al género desde luego tiene que reconocer que es poco menos que un grave error meter en el mismo saco a Mumford and Sons, Lilly Allen, The Lumineers, Laura Marling, Noah and the Whale con otros personajes como The Tallest Man On Earth, Willy Mason, Fleet Foxes, Langhorne Slim, Johnny Flynn y, aunque de una forma mucho más experimental, Grizzly Bear, Bon Iver y Villagers. Son gente que no vive del folk, sino que viven para él. En cada nota, en cada sílaba en la que una garganta se desgarra por la mitad, se nota que no hay ni trampa ni cartón. Todo es lo que es y como debería ser. Por eso extraña ver a un grupo de «gente sencilla» del oeste de Londres en la gran pantalla, sin generar rencor en el sector, pero sí ganas de reclamar parte de la justicia histórica merecida, después de una vida a la sombra. Finalmente será el tiempo el que pondrá a cada uno en su lugar. Yo así lo espero, y tened por cierto que lo hará, por muchos discos que coloque cada uno en el mercado.
Las modas cambian, los estilos también y a veces sale rentable sumarse a una corriente, sólo por ser diferente. Pero el folk siempre ha estado allí, inamovible aunque con mil y un recovecos, frío y a la vez cariñoso con sus hijos. Forma parte de la cultura popular, de nuestras raíces, por mucha música disco que escuchemos al día. Pero el gigante permanece dormido desde hace mucho tiempo, en la oscuridad de los locales y bares desconocidos, como representante de la verdadera música alternativa del nuevo siglo. Poco a poco está desperezándose con un aliento renovado, refrescante, y que merece la pena sentarse a escuchar con la ilusión con la que nuestros padres permanecían pegados al televisor por ver un par de segundos de la mirada de desdén de Dylan, con el fervor de quienes abuchearon a Enrique Morente cuando se atrevió con una banda de rock en Omega. Que Dios los guarde en su gloria.