La música está hecha a la medida del hombre. Por eso la hay de todas clases, por eso la celeridad de los tiempos ha hecho que haya modas que cambian, que dejan atrás a algunos artistas brillantes, que no han nacido en el momento y el lugar precisos para pasar a la historia. Uno de esos hombres es Jay Reatard, que nunca será el Mozart del rock aunque lo fuera, a pesar de haber nacido como él en el país más rico del mundo. Este es un intento de convertir a algunos fieles en adeptos de este genio del rock, que ha obrado verdaderos milagros en la comprensión del género como un fenómeno moderno en el nuevo siglo. Por eso, sin más dilación, me lanzo a pedir la canonización musical de Jimmy Lee Lindsey Jr.
Habría muchas razones para pedir su ascensión al trono de las leyendas sólo echando un vistazo a su discografía. Lo más evidente es recordar Blood Visions y Watch Me Fall, sus dos discos en solitario, sencillamente brillantes, perfectos, reveladores. Deberían ser la meca de los amantes del rock hoy en día. También habría que recordar sus colecciones de singles. Una jodida lección de cómo se reía de la concepción del formato como el Wonderwall de unos Oasis encumbrados ya en el 2000 al Olimpo más intocable de los dioses. Para que salgan de duda los agnósticos y ateos sólo hay mil y una pruebas de que no se trata de un músico corriente.
Sin embargo, lo que le hace más cercano que ningún otro artista antes es que precisamente tiene un componente mucho más humano. Se nota que no es una de esas estrellas fugaces de cara bonita, que jamás fue a la playa a fardar de tatuajes o que quiso ser un dios de verdad. Lo que le hace tan importante es que él no comenzó a entender su música tras años de tocarla sobre un escenario. Su camino fue justo el contrario al de aquellos niños desaliñados que sueñan con subirse a un escenario sólo por el morbo de ser observados. Como los genios del pasado, con sólo 15 años ya sabía lo que quería hacer, y lo hacía. Tocaba en los garitos más cutres y cantaba para él. Era una carrera contra su vida, no contra el mundo, que siempre entiende las cosas tarde y mal.
Este descaro maduro se tradujo en canciones que tenían carácter, una identidad propia desde el principio. Otros se pegan la vida buscándola o cambiándola por dinero como quien cambia caramelos en el patio del colegio. Y allí estaba siempre el fuzz desgarrado de épocas violentas que viven exiliadas siempre en el underground de los justos, las líneas melódicas que muchos asocian con el punk americano de la costa, pero que destilaba más bien a raudales la soledad agobiante del desierto, los ritmos frenéticos de quien tiene prisa por sacar todo lo que lleva dentro. Eso es el punk, y no tenía el sabor de quien buscaba la muerte, sino de quien huía de ella. Como él mismo dijo… En Watch Me Fall, su último disco, estaba presente en sus letras el miedo a la muerte, que lo amenazaba en la sombra. No era para menos, después de vivir la pérdida de varios de sus amigos. Pero en sus letras anteriores, ya se veía perfectamente que no cumplía el estereotipo del rockero gamberrete al que todo se la suda. Aunque el público buscase siempre esa violencia desenfrenada que lo empezaba a dar a conocer. Él mismo lo explicó a la perfección: I can’t see your face, ‘cause i’m looking at you – My Shadow. La versión moderna de «miro al bosque porque no puedo ver los árboles».
Pero no nos quedemos sólo en esta canción, una de las más conocidas del cantante, o en el directo, donde da una lección de cómo puede sonar un trío directo sin tonterías. Tampoco en sus varios e interesantes proyectos: The Reatards (de los que tomó su apellido), Lost Sounds, Bad Times, The Final Solutions, Nervous Patterns, Angry Angles, Destruction Unit y Terror Visions, además de algún otro que tenía en la chistera. Sino en su creciente influencia en muchos grupos destacados de la actualidad: Wavves (que recuperó a sus lugartenientes Billy Hayes y Stephen Pope), Fang Island, Fidlar, Bass Drums of Death, Jeff the Brotherhood, Parquet Courts o Ty Segall, sin duda el alumno más aventajado.
Cierto que hay otros rockeros que han caído por el camino que merecen también gran reconocimiento, y que a pesar de su relevancia han vivido siempre en un segundo plano en décadas poco preparadas para el rock, como King Khan, Oblivians, Compulsive Gamblers, Reigning Sound, The Spaceshits, The Deadly Snakes… Pero sólo uno de ellos merece ser canonizado por encima de todos ellos. Y ése es el grandiosísimo Jay Reatard.