Tengo cierta afición a coleccionar posavasos. En el fondo es una idiotez de colección que me vino heredada pero que veo normal porque llevo haciéndola antes incluso de pisar bares por mi propio pie. Colocados en álbumes donde debería haber fotos, por marcas, formas, bebidas o colores. Tan absurdo como un dibujo de Miguel Noguera. Por eso, cuando descubrí que Gruff Rhys, hombre de viajes, coleccionaba pequeños botes de champú que recoge de los hoteles por los que pasa, no pude sentir otra cosa que admiración y cierta conexión hacia a un tipo que siempre me fascinó. Y no sólo por el nombre.
Con esa vitola de rara avis llegó el sábado a la sala Moby Dick para presentar su primer disco en solitario, Hotel Shampoo, publicado el año pasado. En el escenario una mesa cubierta por una tela negra. Sobre ella todo tipo de extraños artilugios que no tenían demasiado sentido si no fuera porque el tipo que iba a utilizarlos es uno de las últimas referencias, junto a Wayne Coyne, de la psicoledia actual.
El nombre del ex líder de Super Furry Animals es a menudo olvidado por los medios y oyentes cuando toca recordar la música llegada de las islas, como si Rhys fuera un fantasma alejado de todo foco. Posiblemente, aunque no pueda vivir con tanto esplendor como un Damon Albarn o un Noel Gallagher, disfrute más moviéndose en esa nebulosa en la que se le permite hacer lo que le venga en gana sin cuchillos dispuestos a rebañar su cuello galés a la mínima. Equivocadamente, no se espera demasiado de un tipo como él, que siempre, desde que formó a finales de los ochenta Ffa Coffi Pawb, ha remado a contracorriente de lo que la música imponía y en muchas ocasiones prediciendo lo que vendría a continuación. Un ejemplo es aquel Stainless Style que creó con Neon Neon. Electrónica y pop de los ochenta sobresaliente, sonando superior a la música que hoy se intenta crear y hecha en 2008. También esa locura con Tony Da Gatorra, colaboraciones con Gorillaz y Danger Mouse o una película-documental psicodélico-musical sobre el oeste.
La sala estaba vestida de tugurio británico por culpa del público, en su mayoría de las islas de Churchill. Si no eran mayoría sí los que más ruido hacían por culpa de las melopeas profesionales. Lo de siempre. Las cosas que poblaban la mesa pronto cobraron sentido cuando Rhys subió al escenario. Un tocadiscos, un tubo verde de plástico, unas baquetas como las que una vez regalaron con el Cola Cao, un flash, media docena de micrófonos e incluso un metrónomo llamado Miguel que hacía las veces de batería para marcar el ritmo. Rhys encontraría utilidad a todo en la casa de alguien con síndrome de Diógenes.
Es complicado definir como el artista resuelve en solitario el ambiente creado en Hotel Shampoo. Convertido en una especie de psicocantautor del siglo XXI presentando una epopeya rodeada de aparatos, Rhys dejaba al Dick Van Dyke de Mary Poppins a la altura de un aficionado. Con una guitarra decorada con un trozo de cartón y poniendo vinilos de sonidos ambientales de la naturaleza reprodujo canciones de su último disco así como otras de Super Furry Animals tras saludar a los asistentes –escasa afluencia- con grandes carteles en los que rezaba en Arial Black tamaño industrial “hola”.
Así, uno por uno, fueron cayendo los cortes y los aparatos extraños con los que contaba fueron tomando función dentro de un show en el que el cantautor grababa su propia voz en directo para hacerse los coros, capa a capa, creando un ambiente espectacular que resulta extraño que una persona sea capaz de llevar a cabo. Esa mente bielsana de Gruff Rhys le llevó a olvidarse la armónica con la que toca Sesations in the Dark. ¿Solución? Cualquiera la habría omitido de la canción. Rhys, cuando tocaba esa canción en honor al fallecido entrenador y ex futbolista galés Gary Speed, pidió al público que siguiera con los coros. Bajó al camerino, cogió la armónica y comenzó una de las mejores canciones de su álbum en solitario. Fue a partir de ese momento cuando la cosa empezó a desmadrarse y llegó su parte más experimental, mezclando sonidos pregrabados en su teléfono móvil, ecos, vinilos, teclados, las baquetas electrónicas de las que ya les hablé y todos esos micrófonos con la naturalidad del que toca entre amigos. El mismo que ha tocado unas cuantas veces en Glastonbury, por poner un ejemplo. El show terminó con el tipo vestido con el chaleco salvavidas, el gorro de lana y todos esos británicos erasmus subidos en el escenario haciendo los coros del caótico concierto. Si fue bueno o malo depende de los ojos que lo miren o los oídos que atiendan, lo que sí fue: un espectáculo imperdible de un tipo que no deja de inventarse a sí mismo.
Texto y fotos por Gruff Castellanos